42 kilómetros para amar el maratón ~ Alfredo Varona
*Cornetas y tambores amenizan las calles, ciñendo lo cotidiano a ritmo de procesión. Es Viernes Santo. Calles cortadas y tupidos aparcamientos dificultan el tránsito mientras los hosteleros hacen su agosto a finales de marzo. El quiosco de los helados se mantiene en plena ebullición tras adaptar los horarios de apertura al testigo de las alarmas estomacales de los clientes, en clara maniobra de contrarrestar el tradicional consumo de torrijas y demás dulces de Pascua. A pesar de la dificultad de encontrar antipiréticos que te mantengan inmune a la fiebre festiva que fluctúa en el ambiente, los atletas que acostumbran a entrenar en el parque sito a espaldas del quiosco hoy tampoco han perdonado su entrenamiento. Huele a incienso y elucubro si aquello que Alan Sillitoe llamó «la soledad del corredor de fondo» no tendrá alguna relación con procesionar oculto bajo el caperuz de alguna de las muchas cofradías que protagonizan la Semana Santa, y si bien es cierto que hasta que no pasa el último cofrade no acaba la procesión, acierto al creer, que en maratón, cruzar la meta es ya una forma de subir al podio.
Cuenta la leyenda que allá por el
año 490 a.C. un soldado griego llamado Filípides tuvo la importante misión de
recorrer la distancia que separa Maratón y Atenas, para comunicar la victoria
griega ante los persas; tras cumplir su cometido, pereció, pero su terrible
esfuerzo salvó la vida de muchos atenienses, pues de no haber llegado a tiempo,
las mujeres helenas tenían orden de matar a sus hijos y después
suicidarse, ante el temor a padecer las crueldades prometidas por los persas si
salían victoriosos. Con el tiempo esta gesta heroica recibió justo homenaje
siendo incluida en los primeros Juegos Olímpicos de la era moderna, Atenas
1896, quedando la distancia inamovible en 42,195 km desde que en 1908 los
ingleses se empeñaran en que su reina pudiera ver la salida desde el Castillo
de Windsor (al parecer ese día llovía y a su acomodada majestad no le apetecía
abrir el paraguas); esta era la distancia exacta que separaba el alojamiento
real del estadio olímpico londinense. Mitos o leyendas, la realidad otorga al
maratón la categoría de prueba reina del atletismo, tan solo equiparable,
(debido al interés mediático artificialmente provocado), a aquella otra que
corona al hombre más rápido del planeta.
Es opinión común entre los
maratonianos que para saber lo que se siente al correr esta distancia, has de
haber participado en ella, circunstancia que asiento a pesar de sólo haber
corrido el que da título a este libro. Leer/correr, 42 kilómetros para amar el maratón, es una agradable manera, sin
duda la menos sacrificada, de participar en esta mítica carrera; si
encima sabes de antemano, que con tomar la salida y dejarte llevar por los
consejos y experiencias del resto de contrincantes, cruzar la meta y subir al
podio está garantizado, no hará falta mayor aliciente para comenzar a leer este
libro. Y no es que Alfredo Varona, atleta
y periodista, nos cuente secretos mágicos, dietas o planes de entrenamiento,
no, de eso no encontraremos nada entre sus páginas. La generosidad de esta obra
de ágil y divertida lectura, radica en el acúmulo de consejos personales, que
el periodista ha sabido sonsacar a cada uno de los 42 protagonistas
entrevistados, uno por kilómetro, y que estos han confesado en confianza
deportiva al atleta, para que relatados por este en primera persona, hagan
del lector un maratoniano más.
42 kilómetros para amar el maratón está estructurado en 42
capítulos independientes de la misma carrera, en cada uno de los cuales Alfredo Varona rinde homenaje a un
atleta, aportando conocimientos propios así como opiniones, sentimientos y
experiencias de cada homenajeado. Entre ellos se encuentran diversidad de
corredores, en su mayoría maratonianos, desde los más elitistas a otros
anónimos, pasando por entrenadores, médicos, psicólogos, atletas de otras distancias
u otros que jamás participaron en un maratón o que lo comenzaron y no llegaron
a la meta; se unen a la carrera maratonianos que corren con prótesis, mujeres
con hijos lactantes y atletas cercanos a los 80 años, no faltando en carrera ex
fumadores u otros que consiguieron vencer al sobrepeso. Disfrutar de las
experiencias de estos luchadores es como leer un parte de guerra contado por
quienes murieron en la batalla, y es que, en el fondo, el maratón es un reflejo
de la vida, y sus enseñanzas son útiles para otros muchos quehaceres
cotidianos, en ambos, un héroe, es «todo aquel que se esfuerza para
cumplir sus objetivos».
Cuando llevas demasiado tiempo
corriendo «la cabeza ya no razona con tanta facilidad», aún así he
encontrado cierto paralelismo entre el corredor de maratón y el escritor.
Participar en un maratón ya es un triunfo, como lo es enfrentarte a una hoja en
blanco; en el maratón nunca se entrena la distancia que se va a competir / los
libro no se escriben en un día; la única defensa es estar prevenido mediante
los entrenamientos / escribir todos los días; la base es el entrenamiento, pero
a veces la suerte te favorece / en ocasiones un premio literario encumbra
injustamente una obra; las carreras normalmente no se pierden al principio / el
libro tampoco; el maratoniano es el fiel reflejo del coyote que persigue al
correcaminos, no rindiéndose pese a no atraparlo / el escritor jamás consigue
plasmar la novela perfecta que tiene en su cabeza. Y así uno tras otro iba
hallando analogías kilómetro a kilómetro hasta llegar a la quizá, más dura de
las comparaciones, donde ambas convergen en el tiempo robado a la familia, y
como comenta uno de los protagonistas, en ocasiones «que no te echen
de casa es casi un acto de generosidad»
No todos los atletas tuvieron las
suerte de conseguir plaza en Centros de Alto Rendimiento, como la Residencia
Joaquín Blume de Madrid, pero todos tienen interiorizado uno de los lemas que
en ella pueden leerse:
«Le
llaman SUERTE pero es CONSTANCIA
Le
llaman CASUALIDAD pero es DISCIPLINA
Le
llaman GENÉTICA pero es SACRIFICIO
Ellos
HABLAN, tú ENTRENA»
Sólo así han podido sortear las
obligaciones en sus trabajos, familias y estudios y sacarle horas al día para
entrenar.
«Mi padre estaba en el paro y la
familia necesitaba ese dinero» reza el testimonio de uno de los
protagonistas que desde los 16 hasta los 25 años tuvo que levantarse a las
cinco de la mañana para descargar camiones en una empresa cárnica, hasta que
echó un órdago a la vida y se desplazó a Madrid «a una habitación
alquilada en un piso del Alto de Extremadura» para demostrarse si
realmente podía ser un atleta de élite.
Cruzo la línea de meta algo
cansado, marcando un tiempo superior al deseado, y subo al podio mientras
escucho las palabras del entrenador Antonio Serrano: «si uno llega a la
meta es porque ha hecho lo que se ha podido, no hay motivo para enfadarse».
*Publicado originalmente en el
blog literario El quiosco de los helados.
Un gusto leer esta reseña. La leo con sumo cuidado y mucho respeto porque en estos momentos en los que apenas corro todo este mundo aún se me hace más admirable. En estos últimos tiempos por no "darme envidia" apenas leo nada que tenga que ver con correr, bastante tengo con la rabia de dejar las carreras pasar y quedarme mirando a la gente que corre, pero estoy segura que volverán otros días en los que me pueda poner las zapatillas y salir a sentir esa soledad tan especial con el esfuerzo que supone y el placer que genera. Una larga carrera pendiente y un libro por leer, tal vez un día uno lleve a otro... Gracias por la reseña y al autor por escribirlo.
ResponderEliminar